La posición abolicionista del PSOE respecto a la prostitución forma parte de las iniciativas idealistas y megalómanas que tanto aspiran a la verdad como reivindican el principio de la justicia universal. Ya decía el papa Francisco, de oficio, que no se resigna a un mundo con guerra y hambre, pero la aspiración de la paz y del amor contradice desde la época de Caín las pulsiones feroces de los sapiens.Y, por la misma razón, amenaza el buenismo con que se emprenden las batallas utópicas.
La de la prostitución es una de ellas. Y no necesariamente la mejor razonada en su principio negador. Al contrario, se antoja razonable la posibilidad de legalizarla, aunque la mera sugerencia de la hipótesis convierte al ponente de la causa en putero, apologista de la explotación y tratante de carne humana. La legalización, en realidad, cuestiona el hábitat crematístico y subversivo de la clandestinidad y despeja la ambigua “alegalidad” en que nos encontramos, pero no pone en peligro la persecución de los delitos que deben castigarse con ahínco, incluidos los relacionados con la explotación, la trata o la opresión sexual. No se quemaron los algodonales del meridiano de EE UU para acabar con la esclavitud. Se reconocieron los derechos de los trabajadores explotados.
Y es verdad que la mayoría de las prostitutas, lejos de toda experiencia placentera y hedonista, se dedican al oficio contra su voluntad, pero el hecho de que también pueda ejercerse sin coacciones predispone la defensa del ejercicio de la libertad individual, aunque sea poniendo en entredicho la jerarquía cultural con que se protege la incolumidad del cuerpo en función de criterios mutantes o arbitrarios. Una modelo puede vivir de sus piernas. Un culturista puede hacerlo de sus músculos. Y un filósofo o una escritora pueden prostituir su alma, pero la dimensión comercial de los órganos sexuales tanto escandaliza el puritanismo como alerta al feminismo en la tesis de la opresión machista y la cosificación de las mujeres.
Hay problemas sin solución que reclaman más pragmatismo que idealismo. Legalizar la prostitución puede haber funcionado tan mal como ilegalizarla o “alegalizarla”, pero la existencia de un espacio jurídico, laboral, sanitario y fiscal definido tanto achica la industria sumergida del proxenetismo —la prohibición constituye un paradójico estimulante— como corrige la hipocresía general y aporta realismo a la expectativa de un abolicionismo tan voluntarista como inviable.
Inviable quiere decir que la prostitución es tan concreta como abstracta y tan evidente como incontrolable, no ya desde la ubicuidad cultural y desde su inercia fundacional —la loba capitolina era la meretriz que amamantó a Rómulo y Remo—, sino desde el estímulo que le han concedido las novedades multiplicatorias de Internet y las redes sociales.
No hay en España un bar sin carretera ni una carretera sin prostíbulo. Y puede que Sánchez tenga razón cuando aspira a inculcar entre los compatriotas una transformación sociológica, pero la abolición de la prostitución con novedades legislativas representa una empresa quijotesca. Literal y literariamente, pues las primeras personas con que se cruza el caballero andante en su primera salida son precisamente dos voluptuosas “cortesanas”.
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